Diatribas legislascivas: hoy, Rubén Oliva
Por Gustavo Calle
Bajada de bandera. Veinte mangos más dieta. Mezcla rara de penúltima butaca y escaño polizón rumbo a Costanera 8001, a la vuelta de la esquina. Por algo, quizá, los tachos costeros son bordó. Por la bronca, por vergüenza que sobrepasa la mesa de entradas y la puerta trasera de salida.
“¡Taxi!, hasta el polo industrial y depredación playera, por favor”. La señorita de falda corta y sumisión larga le cuenta de su indignación, mientras él cuenta la guita y los días que faltan para las próximas elecciones.
Siempre hay un Cotoco aguardando en cada esquina, en cada neuropsiquiátrico, en cada boleta electoral, en cada parada de taxi. Rubén trabaja en una rubenería. También, como tachero y concejal. Todo un comepancho. Más por lo segundo. Vida de fichas y fichajes; de volantes y volantazos; de cambios y de marcha atrás; de embrague y de que le patine. Seguido, casi siempre, sin parar.
Dicen en el barrio que Rubén ahora, desde que ocupa su banca más que su asiento, ya no sazona la ensalada con aceite de girasol, barato; lo hace con el de Oliva, de baratija. Chofer, apure el motor, dicen que dicen que le dicen. Y el tipo, orondo, maneja canyengue, de medio lado, con el culo cerca de la puerta, una mano al volante y la otra balanceando en la palanca. Sus ojos miran de soslayo cómo caen las fichas y cómo se encajonan ordenanzas. Chamuya de bardo y de deliberante, nomás.
De frente, renovador, y de costado, te acuesta. La reza a una estampita de la más puta de las vírgenes, mientras levanta su brazo sólo para avisar que dobla. O vuelca, una vez más. Pipo se llama Rubén, y de Oliva tiene su apellido y a Popeye, que es como decir Szarangowicz (Jorge).
“¡Taxi!, ¿está libre?” Y el tipo responde: “menos de sospecha, de casi todo. Suba que la llevo, pero sólo hasta su lugar de votación. La espero, verifico que haya cumplido con su deber, y el viaje se lo regalo”. Total, para ganar hay que invertir. Y para enriquecerse, menos laburar, cualquier cosa.
Como tachero, Pipo yira; como concejal, yiro. Qué importa el género, va fanculo. Si de yirar se trata, nosotros siempre somos los hijos de ellos. Y no tanto de los tacheros.
Pipo labura de 12 a 22. Así reza en su parabrisas. Nadie le cree, ni él, ni el auto. Dicen que le aprobaron la VTV, porque allí alguien no ve más allá del orden del día. Igual a él, pero con un voltímetro que marca menos recorrido. A Pipo, en cambio, de tanto rodar y vagar, el motor ya se le fundió un par de veces. Y espera cambiar de modelo y de taxi, para los próximos comicios. Y hasta en una de ésas, también cambie de banca, y a ésta la lleven hasta la plaza del barrio.
“¡Taxi!, ¿está desocupado?”, se oye preguntar. “Pronto, señora, pronto”, replica Pipo mientras devora su superpancho con aderezos y se apresta a depositarle en el banco la recaudación del día a su patrón. Claro, Pipo no es el propietario del tacho. Pipo es sólo un peón. El cabrón que lo empleó, en tanto, está de viaje en viaje y pidió, otra vez, licencia.
Un dato, sólo un dato. El taxi es de los 90. Un regalo de Juan al cabrón. Y desde hace un tiempo tiene inconvenientes con la caja de cambios. La primera no entra. Solo arranca en segunda. Y así termina.