Por Gustavo Calle
Las opresiones urdidas por el poder explotador trascienden todas las barreras. Incluso, hasta hacerles creer a todas las generaciones de gauchos, que las diversiones bucólicas tienen permitido, por tradición y cultura, el maltrato de un animal, que siempre -vaya paradoja- le sirvió para colaborar en sus más arduas y dignas tareas. Es decir, el mismísimo trabajador de la tierra se convirtió, desde tiempos inmemoriales, en el verdugo sin el más mínimo sentido de criticidad -en los más de los casos- de su ladero laboral más fiel.
Valga, entonces, antes de inmiscuirse en cualquier argumentación, intentar dilucidar conceptos que en este estado de cosas asoman casi suntuarios, como “tradición y cultura”. Bien lo decía el polígrafo español Vicente Alexaindre: “La tradición debe ser revolucionada”. Evidentemente, si no la colocamos en el lugar de los revulsivos, la tradición suele convertirse en algo animado extemporáneamente, pero que no posee razón de ser. Es decir, sería impensado suponer que hoy podamos bailar el pericón en las calles o un guapo nos aguarde en las madrugadas acodado en un buzón, entre la niebla del Riachuelo o el humo de un tren a punto de partir de su estación. Simplemente, porque ya no existen más ni los trajes ni las costumbres de época, ni los buzones, y los trenes son eléctricos. Que no quiere pretender en absoluto la negación de la tradición, pero sí que ésta vaya acompañando a los tiempos históricos. Esa es su verdadera función: absolutamente alejada de cualquier impostora situación que huela a acto escolar.
En cuanto a la “cultura”, ésta comienza cuando el trabajo y las manos de un trabajador son respetados. Al menos, válido es el concepto desde que por muy buena suerte la cultura quedó entrometida con las cuestiones antropológicas, humanas, sociológicas, despojándose de aquel academicismo maniqueísta que sólo la asociaba a un racimo de sarmientinos intelectuales. La cultura, por ende, debe ser construida y no aceptada. La cultura se va imponiendo y sucediendo en la verticalidad de lo que algunos de sus dueños han sabido cooptar. De allí, la imperiosa urgencia de generar contracultura contestataria a los preceptos obsoletos y fraudulentos que supimos aprehender.
Por eso hoy resulta inaceptable que ateniéndonos y entendiendo las herramientas de que disponemos para subvertir el verbo, primero, y sus circunstancias en la praxis, después, aceptemos mansamente órdenes provenientes de la lógica de un sector que sólo se preocupa y ocupa de sus propios intereses. Que en verdad, son antagónicos a los nuestros. Quiero decir, con esto, que es taxativo que nos despojemos de todo falso prurito filonacionalista implantado por aquellos que su única patria es el dinero y el poder -vaya otra paradoja-, para dar paso a una dignificación de la vida que incluye, por supuesto, acabar con cualquier tipo de maltrato o traición.
[divider]El salvajismo de las jineteadas. Una yegua muere durante uno de estos espectáculos aberrantes[/divider]
Las jineteadas, tan ruralistas, tan pacatas, tan de sociedad de beneficencia, no son otra cosa que abusar de quienes, conduciendo las riendas de un caballo, tienen a estos animales como leales compañeros de trabajo y de afecto. Partiendo de esta premisa, valga la vida, entonces, para darnos cuenta que podemos prescindir de cualquier explotación animal, sobre todo si ésta la llevamos adelante en pos de gratificar dineraria y jerárquicamente a los patrones de siempre. Esos que tradicional y culturalmente se supieron apoltronar en la cúspide de todo infortunio nuestro y de todo despropósito humano.
Como dijo el uruguayo Eduardo Galeano, “hasta que las historias de cacerías sean narradas por sus protagonistas, éstas seguirán favoreciendo a los cazadores”, supongo casi inexpugnablemente que el caballo, en su rol de absurdo e incomprensiblemente jineteado, posee un único y fatal defecto: cree en el hombre. Al menos, en el hombre que lo convierte en su súbdito y hace con su paso por la vida lo que se le place, y hasta en aquel que termina siendo su verdugo material jineteador, a quien también indefectiblemente el poder explotador lo esclaviza y somete.