[dropcap]N[/dropcap]adie, ninguno de nosotros, nació bueno o malo. Llegamos a este mundo de pocas disposiciones amistosas sin memoria, sin desafiar la gravedad y carentes de elucubraciones propias. De esta manera, también vamos desandando el tránsito por la vida, siendo fiel fotocopia de una sociedad que nos produjo al desamparo de la rebeldía.
Crecemos y a cada paso, a cada día, consumimos mensajes enlatados cuya única receta posible pareciera ser una placa en letras destacadas que dice ¨aprobado por bromatología¨. Claro que ese alimento controlado por expertos somos nosotros. Cualquier otra posibilidad, es condenada por sobrepasar la fecha de vencimiento en el consumo.
Cuando chico, uno aprendió más o menos a desaprender. Cualidad que lejos de convertirse en facilista dotó de cierta complejidad el proceso del crecimiento. Es decir, en lugar de ceñirse a ¨sentar cabeza¨, uno intentó crecer. Desde ya, y a la vista de los resultados, me animo a aseverar el fracaso de aquel digno intento.
Lo que moviliza al Hombre -especie que nuclea a la mujer y al varón- no son las ideas, sino las circunstancias, las necesidades. A partir de esa axiomática urgencia vamos concibiendo la vida. Quizá, hasta entendiéndola, a pesar de las burdas intenciones de hacer desaparecer el pasado, herramienta que uno puede acomodar a su antojo, pero también arma esencial para comprender el ahora y comenzar a plasmar lo que queremos y soñamos.
Si el Hombre, entonces, se moviliza primariamente por las necesidades, es allí donde comienza el iniciático desatino del poder. No es que este mal generar y generarse necesidades, lo cruel es desatenderlas. Es así, pues, que esos menesteres se vuelven urgencias. Y urgencias descubiertas y desairadas. Urgencias que son parsimoniosas en su atención y presurosas en su descuido.
Si la lógica y el orden de este modo de producción atroz y servil se basa en la desigualdad, en la explotación del Hombre por el Hombre mismo, no es disparatado suponer que aquel mundo desafecto y equívoco reflejado por el escritor Roberto Arlt abandone su posición ficcional y se convierta en un testimonio irrefutable de la realidad. Es decir, todo lo que no tengo y otros sí, debo conseguirlo como sea, con las armas que fueren.
A los chicos, a todos, bienaventurados y condenados, se les cae un diente de leche, les gustan los dulces, los juegos y el cobijo en noches frías. También, las aventuras, acción que puede tener lugar en el único bastión inexpugnable posible: la infancia.
A los chicos, a todos, bienaventurados y condenados, les toca la vulnerabilidad de crecer, esa cuestión humana limítrofe que de manera incierta -aunque no azarosa, sino más bien injusta-, va construyendo particularidades y generalidades basadas en el cimiento de las inequidades.
Hay chicos que toman vacaciones, pero hay otros que toman armas de fuego. Hay chicos que tienen mullidas sillas para sentarse a la mesa, pero hay otros que deben sortear infinidad de sillas para llegar a ella. Hay chicos que juegan y ríen, aunque hay otros a quienes les es imposible esbozar cualquier otro gesto que no fuera el de la desdicha y que su único juego es eventualmente tener un plato de comida lleno.
[dropcap]E[/dropcap]n el palacio de la inequidad, conviven el parnaso de la dicha y el oráculo de las penas. En sus lúgubres pasajes y sus oscuros ambientes conviven feudales y bufones, con distinción de privilegios y despojos, que van traspasándose de generación en generación; como tradición, como cultura, que alguna vez fueron categorías sumisas, prolijas, y ahora asoman violentas como respuesta a la crueldad imperante.Mientras tanto, en el palacio de la inequidad se piensa en bajar la edad de imputabilidad de los menores, mas no en subir los índices de igualdad. Construcción que podría comenzar, me sabe a gana, remediando las necesidades. Que más que urgencias, son desvelos.