Un hombre fue asesinado en la comisaría con asiento en San Clemente, Partido de la Costa, luego de ser torturado y asfixiado a manos de nueve efectivos policiales. El hecho causó la inmediata repulsa de la comunidad, que se manifestó indignada en rechazo a los abusos que comete la fuerza. No es la primera vez que los excesos perpetrados por el personal de la dependencia de esta ciudad salen a la luz. A todo esto, el Gobierno de Cristian Cardozo se desentendió del homicidio, manteniendo un cómplice silencio en el marco de un fin de semana largo signado por la presencia de muchos turistas
Por Gustavo Calle (director periodístico)
La comisaría de San Clemente es hoy el foco de atención. Un nuevo abuso -esta vez y como en tantísimas otras oportunidades- seguido de asesinato, que no debe permitir centrar sólo la mirada sobre el personal del lugar. La policía es lo que es y no otra cosa. Sus efectivos son itinerantes, desde quienes ocupan los más altos cargos hasta sus subalternos, y bien pueden operar en cualquier dependencia. Lo cierto es que el gatillo fácil es la metáfora que mejor identifica la instrucción policial. ¿Cuáles son las razones, si las hubiese, que movilizan a sus integrantes para decidir ingresar a la fuerza? Algunos aseguran que las urgencias económicas. Si así fuere, al menos el 60 por ciento de la población debería vestirse de azul. Otros aseveran que es la vocación para, como reza su batallante lema, “estar al servicio de la comunidad”. Causa que es fácilmente refutable, porque si en verdad el motor de la decisión fuera la filantropía o el altruismo sus laderos fundarían ayudas barriales, comedores populares o centros de contención social. Hasta incluso uno podría recaer, no sin objeciones, en la generación o participación en entes caritativos. Y suponiendo que la inconsciencia o incapacidad de discernimiento les dijera que están convencidos en esa blasfemia de servir al prójimo, una vez dentro de los institutos de formación esos que pasan a ser individuos y dejan de ser personas deberían darse cuenta que los objetivos son otros. De modo que en primera instancia bien podríamos elucubrar que la mano de obra barata inmersa en el afán cultural del sistema, la marginalidad intelectual, los complejos de inferioridad y las ficciones de superioridad son los propulsores que uno halla como inmediatamente concebibles para intentar bosquejar presupuestos racionales que nos lleven no a comprender ni entender, sino a resolver el entuerto que genera la posibilidad de encontrar razones válidas. Dilucidada la aporía, al menos en un aproximamiento mínimamente concreto, habrá que tener muy en cuenta que la policía no usa apellido de casada. No es la policía de mengano o fulano. Sería minimizar su razón de ser y correríamos el serio riesgo de calificarla. La policía, como institución armada, está a la égida del poder hegemónico, más allá de nombres propios que la sostengan.
La policía no es motivo de calificación, sino de clasificación. Y aquí vemos cómo el escalafón, que encierra al poder político, económico y judicial, sin ir más lejos, pone a salvo sus diferencias más utilitarias que conceptuales o de ideario, para gerenciar un estado de cosas que los posiciona como regentes y que necesita de esa policía como herramienta de control, sujeción, represión, choque, y si la peligrosidad lo impone, para cometer los más graves delitos de terrorismo de Estado, que son los asesinatos. En este marco, los excesos y los abusos son marca registrada. Luciano Arruga, Facundo Astudillo Castro, Luis Espinoza son las referencias más inmediatas y mediáticas de otras miles que suceden. A simple observación, ninguno de los tres mencionados estuvo detenido en la dependencia de San Clemente. Es decir, Alejandro Martínez –el nuevo “blasón” policial de la ciudad y del Partido de la Costa– es uno más de las tantas víctimas de la crueldad. Murió asesinado no a manos de un policía, sino que están involucrados nueve efectivos y todos de una misma seccional. Claramente, no es un caso aislado de un homicidio común. Es el correlato de una fuerza llamada policía, que tiene en común, más allá del lugar geográfico en que opere y del gobierno que la coordine, no sólo la regla de la uniformidad de vestuario, sino algo mucho más grave: su principio, su medio y su finalidad criminal. Que se materializa no por someterse al servicio de la comunidad, como arenga su hasta hilarante slogan propagandístico, sino por ser el representante más primario, básico, obediente y domesticable desde lo intelectual y emocional, que vigila y cumple con las normativas que le impone el terrorismo de Estado y su corrupción cultural.