El crimen del joven de 18 años en Santa Teresita desvela el mundo en que andamos, al que permitimos dócilmente acceder, y la exigencia de una transformación cultural que nos aleje de los estertores del ser humano.
Por Gustavo Calle
Lejos está de ser un caso aislado, particular. Ligero, y hasta desagradable, es trazar rasgos informativos adyacentes y superfluos que terminan siendo anécdotas de la sección policial. Es decir, hasta tanto no situemos este tipo de penosas y graves situaciones en la vara de la categoría social seguiremos asistiendo pasivamente a la degradación inexorable del ser humano.
Todo es un cúmulo de despropósitos. Desde el asesinato en sí mismo, pasando por los móviles que lo materializaron, hasta arribar a la represión policial sufrida por quienes manifestaron a las puertas de la comisaria con asiento en Santa Teresita pidiendo justicia y esclarecimiento del hecho y condenando la inacción (o acción tardía) de la fuerza y del gobierno del Partido de la Costa.
La violencia generalizada ineluctablemente es el efecto de la crueldad emanada del poder. Y éste impone su cultura basada en valores de desprecio a todo bien, hasta convertirla en acervo.
La apuesta de la hegemonía mandante consiste en dotar de acriticidad supina al ser humano. ¿Con qué herramientas? Con el mensaje de la puerilidad, el snobismo, el consumismo extremo y el desinterés absoluto por el semejante. Juntar al Hombre –nunca unirlo- para que recree como autómata distópico los valores patronales. Construir en el hombre común un patronímico acrítico que herede y difunda los nombres propios del poder. Y así, por verbigracia exhorta a deambular por las calles –no manifestar, no compartir, no solidarizarse-, para celebrar el fin de un año y el comienzo de otro, como si el verdadero cambio radicara en un almanaque que paradójicamente marca su primer día en rojo, por vergüenza y alerta de depreciación humana.
Inexorable y hasta básicamente ese ser teledirigido desde un despacho, munido de alcohol, estupidez, anomia, abstracción y otras yerbas decide culminar “su festejo programado” con violencia inusitada. Algunos arrojados se animan a denominar a este desenlace como “tragedia”. Y puede que así sea, pero sólo si nos atenemos al resultado (un joven de 18 años asesinado a manos y puñales de un grupo de personas). Pero antes, indefectiblemente, debemos hablar de “atentado”. Brutal, salvaje, atentado. Vamos, acongojantemente humano, en este estado de cosas desvirtuado.
No es dato menor que los asesinos de Tomás Tello estén enrolados como trabajadores de venta ambulante. Mucho más, a sabiendas que la asociación que reúne a estos oficiantes es estrechamente servil al poder dominante estatal, en general, y político, en particular (el peronismo). Vale decir, entonces, que el cruel status quo imperante halló, una vez más, a interlocutores válidos para expandir su cultura homicida.
Cavilo, en medio de este barrunto, que hasta tanto no propongamos y materialicemos un derrumbe absoluto de esta transculturización ignominiosa encastrada en nosotros por el orden prevalente, muy difícil será, siquiera, desentrañar los interrogantes sociales que nos llevaron a recrearla sin más. Y peor aún: seguiremos siendo homicidas de nosotros mismos y de nuestra especie.
No quisiera, para culminar, soslayar la mendaz, irresponsablemente objetiva y facilista declamación de “patota” asignada al grupo que mató vilmente e Tello. Precisamente por todo lo expuesto la única patota posible, en este desandar penoso y acrítico de la realidad, es la sociedad en su conjunto. Y su autor material e intelectual sigue escondido en oscuras oficinas y asoma sólo para reprimir cualquier esbozo de transformación.
Que no sólo no resulten impunes los asesinos de este adolescente de Mar del Tuyú, sino quienes abonan y gerencian a esta escabrosa escala de valores de poca valía, valga el retruque de palabras. Y tampoco nosotros, quienes proseguimos cual vicio intentando buscar respuestas retóricas a lo aberrante, sin concientizarnos que a esta altura la vida en que andamos (y en la que nos dejamos domésticamente incluir) no reviste más análisis, sino una acción en oposición y condena directa. Al menos, para no asistir a nuestro propio entierro como especie.