Si nos involucramos con la segunda, la discusión por la primera se convertiría en un debate enriquecedor y no en un comicio dominguero costumbrista, desdichado y pasajero.
Por Gustavo Calle (director periodístico)
Concluyentemente, estoy a favor de la educación pública y gratuita. Ahora, no creo que el debate simplista y ligero que NO se propone se pueda dilucidar respondiendo con la opción de elegir por un monosílabo.
La educación, mancillada y vilipendiada desde épocas sarmientinas y lasallanas -revalidada desde la Revolución Industrial– merece otro tipo de discusión. Más profunda, con mayores y mejores componentes dialécticos, con honestidad y rigor intelectuales y sentido crítico.
En un contraste ancestral nucleador de educación pública y privada en conjunción permanente, aséptico sería primero preguntarse si la primera de las citadas es tan pública y gratuita en verdad y si la segunda merece ser subvencionada por el Estado (más que sinónimo de nosotros, parasitario de nosotros) e inmediatamente caeríamos en la cuenta que ésta es parte del orden hegemónico establecido.
Digo SÍ, a la educación pública y gratuita, pero que ambas categorías se cumplan con veracidad. Que cubran todas las expectativas, no sólo económicas, de los estudiantes y demás actores que hacen a la enseñanza. Primero, transformando currículas sometedoras, recreadoras de valores ajenos, lineales y direccionados a enseñar algo en contra de algo. Eliminando ideologías, para darle lugar a idearios que encierren pensamiento, duda, riqueza, que procuren nuevos conocimientos. Una educación que cierre obtusos manuales y apuntes y abra conjeturas, posibilidades, premisas y sempiternamente anteúltimas conclusiones. Una educación que permita, desde niño, elegir en qué lugar alimentarse y no imponerle un comedor escolar por extrema necesidad.
Una educación superior que nutra de todos los requerimientos que un educando necesita y exija. Una educación formal y no formal que permita dar lugar preponderante y reconozca como más que válidas las acepciones de la autogestión dialógica de la enseñanza-aprendizaje. Es decir, enhieste el autodidactismo como parte indisoluble de los procesos educativos.
En pleno tránsito del tercer milenio resulta irrisorio y hasta una provocación intelectual interceder para que se tome partido por una maniqueísta y arcaica opción, sin el debate que el sólo concepto de educación requiere.
Estoy absolutamente convencido que haber arribado a este punto del oscurantismo intelectual tiene una referencia ineludible: la POLITIZACIÓN que avasalló a la SOCIABILIZACIÓN del tema. Es decir, hasta tanto la educación pública no incorpore FILOSOFÍA a su dialéctica, jamás podrá ser debidamente debatida. Y mucho menos jerarquizada desde la horizontalidad. Y arriesgo algo más: nunca podrá hallar su verdadero y más rico significado en la realidad, más allá de marchas y contramarchas teledirigidas por catervas que poco hicieron por una educación liberadora y mucho por sujecionarla a su antojo y conveniencia.