Por Vanesa Pellico (*)
Se despiertan las mañanas de julio, remolonas en complacer los caprichos de una comunidad costera deseosa de iniciar su jornada en las dormidas calles del centro de la ciudad, entre mates y un buen día.
El Sol reinicia su recorrido tras un descanso acogedor escondido detrás del horizonte azul. ¡Orgullo costero! El espíritu sambernardino comienza a resplandecer en este ángulo de la comuna, a metros de nuestra entidad financiera. Alimentado el ambiente con el sonido de algún motor circulando por la calle, en busca de un espacio abierto para estacionarse “enfrente” del banco, mientras la vecindad, aún sigue adormecida.
El canto de las cotorras se hace presente como quien te despabila sacudiéndote suavemente por las mañanas, con una bella sonrisa y aroma a café y a pan tostado. ¡Regalo Divino! Solo para entendidos.
Y los rayitos del primer Sol se lucen en los bancos de ésta, la esquina del Loco Juan. Bancos al aire libre, respirando la brisa del invierno crudo con color a frescura del blanco nieve. Allí se encuentra Él. Este hombre solitario con amigos de otros mundos que lo acompañan en su imaginario, su Universo personal. Quien le discute a la nada con el ferviente deseo de salir victorioso en sus discursos incoherentes para unos, pero con sentido para él.
¡Cómo no mencionarlos a ellos! Sus amigos de la calle, compañeros de vida que lo sostienen al marchar, incondicionales ángeles que custodian sus sueños por las noches y sus locuras al andar.
El Loco Juan. Con sus crayones coloridos sobre las blancas hojas, dando vida a los simbolismos de su propio Cosmos, para intercambiarlos por unas monedas que lo invitan a insertarse en la vorágine de este mundo paralelo al suyo. ¡Tan incierto como vertiginoso! Y que luego de hacerse una changa, se zambulle nuevamente en su propio caparazón escapando de entre nosotros, una y otra vez.
Por siempre el Loco Juan. El Juan de la gente, el Juan del barrio, el Juan que un día como cualquiera puso al pueblo en vilo desapareciendo de las calles como un imperceptible rayo de Luz. ¡El Loco Lindo que se subió al tren fantasma para tomarse unas vacaciones en la gran ciudad!
El Loco Juan. Nos has dejado el vacío y sabor amargo de las ausencias de las charlas compartidas, conversaciones que bordeaban los límites entre la “locura” y la “realidad”; almas anhelantes de adentrarnos en tu mundo y jugar a las escondidas con nuestra cruda ingenuidad.
El Loco Juan. Vos marcaste el corazón sambernardino con tus crayones de aroma a café y pan tostado de esa esquina con rayitos del Sol adormecido, pintados con el crudo frio de la brisa de invierno.
Un día, de repente, tu corazoncito se fue cansando, tu andar fue caminando lento, con ánimos de descansar. Tu mirada se fue apagando suavemente, pero dejando la gracia colectiva de tu existir. Te subiste al tren de la locura y llevándote el misterio de tus cimientos, como quien se preserva algo intimo para sí, regalándonos tu vida como leyenda costera y una esquina soleada con su aroma a café. En tu honor, Juancito.
(*) Columnista en La Radio Ha Vivido Equivocada