Por Vanesa Pellico (*)
Entrado el calorcito, mi estado de humor anuncia que el verano ya se hizo presente. La vida de ciudad cada vez más y más ajetreada, o quizá siempre lo es, pero mi mente llegó a su punto máximo de estrés. Con Susana alquilamos una casita en La Costa, como todos los años. En esta ocasión optamos por San Bernardo, la ciudad de la familia.
Con el último estímulo energético residual, preparamos el auto y todos los insumos necesarios para no tener que gastar mucho, pues la política liberal nos golpeó de lleno, aun así ahorramos todo el año para tomarnos una semanita cerca del mar.
¿Qué expectativas tengo? Uhhh, ¡amanecer con mi señora y mis dos nenes de cuatro y ocho años a orillas del mar! El sonido del océano llegando a mis oídos como una perceptible melodía que me abraza, conjugada con la luz del sol amaneciendo, y vistiendo las calmadas aguas desde el horizonte azul, hasta esa olita que llega cansada mojando mis pies cariñosamente. La paz y la tranquilidad con aroma a arena humedad que estas maravillosas playas nos regalan, nos invitan a relajar tanta tensión acumulada por el trabajo, los semáforos, el bullicio de la gran ciudad.
Saliendo del Conurbano a las 5 de la mañana, las horas parecen días. Los semáforos me recuerdan que mi cuerpo no aguanta más. “Pa’…¿cuánto falta?”, me dice Julián, el de cuatro. “Falta todavía, dormite”. Los autos haciendo cola en los peajes. Pareciera que todos se sincronizaron con nosotros para tomarse vacaciones. ¡Pero qué importa!, ¡Con la doble vía llegamos de un plumazo! Son las 11 y no nos arrimamos ni siquiera a Castelli. El calor nos está atosigando, y para colmo el aire acondicionado se descompuso.
¡Por fin! entrando a La Costa. Esta bellísima entrada nos recibe, augurándonos una inolvidable estadía. “¡Es ésta!”, me grita Susana, advirtiendo la casa veraniega. El dueño del lugar nos recibe con cara de pocos amigos. Nos muestra las comodidades y nos deja. Terminamos de vaciar el auto, y alcanzamos a buscar mayas para caminar a la playa. Son las 5 de la tarde, pero me dispongo a estirar este primer día. El calor agobiante se está tornando en una fría brisa poco común. Llegamos al tan anhelado espacio soñado durante once meses. “Ma’ ¿puedo entrar al agua?” pregunta Seba, el de ocho. “No, que ya hace frio. Mañana volvemos temprano”. Y así resolvimos a llegar a casa, bañarnos y salir al centro. ¡La peatonal abarrotada de gente! “pa, quiero pochoclo”, “No Julián, llegamos a casa y lo hacemos”, “¡Uhhh los jueguitos! ¿Me comprás unas fichas?”, “ufff bueno, entremos” …¡y así transcurrió la primera salidita de estas magnificas vacaciones! ¿Consuelo? Esta noche duermo como un tronco sin que nada me despabile”. Avanzada la noche, PUNCHI, PUNCHI, PUNCHI. “¿Y ese ruido?”, pregunto a mi señora. “Deben ser los que alquilaron acá al lado”. Me levanto a las 6 sin haber podido pegar un ojo en toda la noche. “¡Vayamos a la playa a ver el amanecer!”, le digo a Susi, “total, a estas horas deben estar todos durmiendo”. ¡Llegamos a la playa y está colmada de gente! Poco a poco se empiezan a ocupar todos los espacios vacíos. Intento escuchar el sonido del mar y … “¡A los Pirulines!”, ¡Hay agua mineral, Sprite, Coca!”, “¡Hay churro, hay churro relleno… churro, bola de fraile!”, y yo… queriendo escuchar el sonido del mar, “Hey, ¿puede correr su sombrilla? ¡Se la va a clavar a mi señora!”… y así, transcurre la tarde entre gritos de niños, agua caliente, aviones publicitarios, sombrillas, “sanguchitos”, música parlantera, churros, bolas y licuados… y otra vez, a ducharse para salir por la peatonal corrompida de circo, contaminación sonora, parques, jueguitos, boliches y berrinches.
Amanece nuevamente al otro día, mis ojeras agradecen a los fiesteros de al lado. El cielo se viste de nubarrones y bajó la temperatura como castigo por putear tantos días de calor en la gran ciudad. Me pongo el short, con chancletas, remera hawaiana y el buzo polar que me regalaron los chicos para el día del padre. Comienza a levantarse viento, pero ¡qué importa! Me escapo de los chicos para ir solo a escuchar la melodía del mar. Cuando bajo por los médanos, el viento empieza a soplar, recordándome que La Costa, a veces, tiene sus desventajas. El mar se muestra enfurecido y me obliga a volver a casa. Otra vez, aquí estoy: mirando los dibus por la tele, junto a mis bendiciones.
Y en esta misma textura, se pasan los siete días de la semana de mis tan anheladas vacaciones por las que esperé once meses. Preparamos los bolsos y regresamos a la gran ciudad. Más cansado que cuando salí, y añorando llegar a la pelopincho del patio trasero para ponerme los auriculares y escuchar resignadamente lo que tanto ansío: el melodioso sonido del mar.
Y colorín colorado, mañana vuelvo a trabajar.
(*) Columnista en La Radio Ha Vivido Equivocada