Soy Rubio

Se cumplen seis años del asesinato del perro callejero de Mar del Tuyú, a manos del nefasto Adrián Rodríguez

Gustavo Calle

Se cumplen seis años del asesinato del perro callejero, a manos del protegido del poder político-económico Adrián Rodríguez, hoy preso por amenazar con un arma de fuego a un vecino de Mar del Tuyú.

Por Gustavo Calle

POR SIEMPRE RUBIO. Programa especial de Frecuencia Animal, a seis años del crimen.

Acosado por el miedo y el peso intolerable de una cobardía sin límites, un hombre pedirá el olvido. Está en nuestra voluntad y determinación no concedérselo. Ni siquiera bajo un eventual, aunque insospechado, embeleco arrastrado de clemencia. 

Condenado irremisiblemente a ser lo que haga, no podrá dejar de sentir, sin embargo, que no es libre. Intuye con acierto que el olvido no es inocente; que jamás lo es y será. La memoria lo atraerá y atrapará como el abismo, será un pozo a sus espaldas por el que podrá caer hasta tocar fondo. 

La memoria, esa memoria, será de tono Rubio. Y vendrá con muchos colores. Todos. Casi todos. Menos, el del gris de ese olvido que el arco iris someterá ineluctablemente al cementerio y a la tumba inexpugnable del perdón. 

La libertad de un ladrido en la soledad de la noche despierta a la bestia. Invierno. La niebla y el relente parecieran sacudir lo umbrío de la ruta en agosto. Una estación de servicio es la única testigo. También, algún par de ojos con sigilo. Lugar de cobijo, algo de calor, abrazo, trinchera, de aquellos que persiguen en sus sueños de calle un lugar para una caricia en busca de mano y la ingrávida libertad. 

RUBIO

Él no sabía que aquel ladrido se iba a convertir en su último aullido. De dolor, de muerte. Enfrente lo esperaba la bestia cobarde. Una soga al cuello. La camioneta que se lanza a la aventura de la afrenta y el pavimento que le rasca las pulgas, las babas, la sangre. Y allí queda. Inerte. Salvaje. Eterno. En soledad, como la noche. Iluminando la cerrazón y alzando su ronca voz en el conticinio con su nombre: Rubio.  

La bestia se marcha. Impune. Protegida por sus coetáneas y cómplices bestias de siempre y todavía. La escrachan, la condenan socialmente. Ella vuelve a mostrar sus garras sabiendo del amparo del poder. Se ríe la bestia, hasta convertirse en hiena. Desayuna, trabaja, almuerza, duerme la siesta, merienda, hace campaña, se codea con la política, comerciantes, lugareños pioneros de la desdicha, cena y se va a dormir su pesadilla de bestia. Así, durante seis largos años. Lava su camioneta, con la que gatilló el asesinato. Es lo único que el agua le puede limpiar. Pues no existe lavandería que le quite las manchas de sangre de sus manos ni las máculas de su alma. Un alma que jamás encontrará un almario donde abrazar la paz. 

Adrián Rodríguez ASESINO
El CRIMINAL Adrián Rodríguez.

Rubio no tuvo, ni necesitó, tener estirpe de raza o exhibir jamás algún título nobiliario de mastín para ser querido. Sólo las credenciales de calle que supo andar sin pedir nada a cambio, más que una caricia, algún hueso, pocas palabras, ofrendas que él retribuía con un movimiento orondo de su cola en instintiva señal de agradecimiento.  

La crueldad, vaya paradoja de la historia, hizo que hoy Rubio sea el paradigma de un linaje libre de toda credencial de abolengo canino. Ese Rubio que abre el revulsivo interrogante de la coexistencia. La misma que ni entre seres humanos es libre de sospecha. Impensado, pues, que en la retahíla interminable de crueldades, la vida en que andamos no se verifique en formato de violencia. Y qué más metafóricamente inhumano y bestial para ello, que haya habido un Rubio a manos de un Adrián Rodríguez, para cumplir el precepto. 

A días del crimen, el asesino Adrián Rodríguez militando para Cristian Cardozo.

Quiero decir, imbuido en esta cofradía de absurdas palabras que en sus significantes buscan con desesperación alguna posibilidad de significados ingentes y librados de eufemismos y vaguedades, que no se necesita más que un Rubio callejero, para correrle el velo asesino a los Adrián Rodríguez. Que son tantos y tantos, más allá de la iteración de su común apellido en los registros civiles.   

Lejos de romantizar el funesto suceso, en definitiva Rubio no era más ni menos que un perro. Y de la calle. Que es como decir, de todos. O casi todos. Pero mejor aún, era de la libertad de andar sin permiso. Aunque en ese trajín, esa misma libertad le haya sido coartada por la dependencia de una mano criminal. La de Adrián Rodríguez, que como le dije, jamás, nunca, podrá desembarazarse de nuestra condena, repulsa y odio. Y en él y por él, a todos los Adrián Rodríguez de su repudiable caterva, asesinos de ese sustantivo en acción que les es inmerecido: la vida

Monumento a RUBIO 2

Al igual que el uruguayo Juan Carlos Onetti, no escribo jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes…Ni siquiera en el lector hipotético. No sacrifico la sinceridad literaria a nada. Ni a la dogmática política ni al frugal triunfo. Y menos a la muerte desatenta y a su asesino. Escribo siempre para ese otro, silencioso e implacable que llevo dentro a quien me es posible engañar. Ese que hoy pide a gritos llamarse Rubio, para andar libre como el viento y las letras amando a la memoria y aterrorizando al caprichoso olvido.

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