Cuando niño, allá por los principios de los 70, era un tópico, un lugar común, no conocer los nombres de las calles. Las referencias para saberlas eran otras. La libertad y la alegría pasaban por reconocer ciertos lugares por mojones ineludibles a nuestra memoria afectiva. Si no hubiesen sido por los colores, por esa sensación emotiva, por esa alteración de los sentidos, si escuchábamos Teodoro García o Federico Lacroze más lo relacionábamos con la posibilidad que sean algunos vecinos de nombres desconocidos o como epónimos de odiosos manuales escolares.
Pero sabíamos que allí, en ese reducto inexpugnable, se hallaba nuestro lugar de más genuina, gratuita y parental pertenencia. Porque también la zona formaba parte de nuestro ADN identificatorio. Y vamos, los genes son arbitrarios, no preguntan, imponen. Por buena fortuna, al menos en este caso puntual, imponen.
De familia Funebrera hasta los tuétanos, aquella, albor de la década del 70, fue una etapa deslumbrante. Tanto, como la inocente infancia; en definitiva, nuestro preponderante espacio biológico restallante en aventuras y en andares ingrávidos y despreocupados. La conjunción del primer encuentro, entonces, no pudo haber sido más exacta e impactante.

Balcones largos y angostos en que uno se asomaba para observar, impávido, una pileta olímpica que por ese entonces era majuestuosa. Con un trampolín de figura cuneiformemente humano, redondo y oblongo según la altura que iba tomando, impactante. Ubicado allí, donde la marca del borde de la piscina marcaba “4M” (cuatro metros) de insospechada profundidad, para mi asombro de chiquilín. O aquellas noches de viernes o sábados con “cena show y baile”, en que acompañaba a mis viejos –obligado por la edad (8 ó 9 años), pero con placer- en un viaje que unía a bordo de un Peugeot 404 la avenida Córdoba hasta que se hacía angosta y culminaba allí, donde enhiesto y resplandeciente nos aguardaba un escudo tricolor que nos abrazaba al llegar, con el nombre de “Chacarita Juniors”.
No recuerdo bien (quizá sea un inescrutable ejercicio catártico) cuándo y menos por qué fue el destierro de ese lugar tan próspero a mis momentos de felicidad infantil. En el extrañar debí casi aprenderme los nombres de esas calles de las que me despreocupaba años antes conocer: Federico Lacroze, sobre todo, y Teodoro García. Incluso más, las dibujé en un mapa evocativo indeleble. La ausencia se hacía notar y se volvía dolor, melancolía. Algo faltaba y ya a esa altura algunos seres amados se sumaban a la ausencia. Mi viejo, mi tío, mi vieja, mi primo. También el tiempo y yo, que elegí otros caminos geográficamente más alejados que aún hoy me resultan extraños. Entre tantas privaciones y restos, la invasión de un ejército del olvido y la usurpación había hecho desaparecer también los tres colores, el escudo y hasta el nombre: Chacarita Juniors.

Hoy, a tantos años vistos de aquellas rodillas sucias y ojos que todavía se deslumbraban ante la simpleza y las gambetas, ya decursando los 60 y con tantas broncas, entredichos y pocos entendidos acumulados, puedo volver a ese lugar que tanto amé y del que tuve, en el medio del destierro, que aprender su nombre para reconocerlo y reconocerme: Federico Lacroze. Más aún, Lacroze, mejor, a secas. Que es tan nuestro, como decir Chacarita.