Esa mujer –y lo digo sin temor a inmediatas futuras enmiendas- es una perfecta impía. Conminarme a escribir sobre la vida más allá de un mago. Y peor aún: con la impertinente determinancia de hacerlo bajo el presumido precepto del título. Y sobre todo de la vida de ese mago. Un mago tan singular. Tan de nosotros. Pero ¿dónde se ha visto pedido tal? Y yo, obtuso recurrente en asunciones de sumo riesgo (a pesar de saber y quizá no reconocer mi ineluctable derrota) e incluso presintiendo un ridículo literario, le dije que “sí”. Como si en verdad fuese este obtuso servidor un mago, también, hábil para asacar palabras que garabateen entre sí. Como doliendo. Como jugando. Como viviendo, en fin.
No hay magia sin mago. Pero tampoco hay mago sin Hombre. Y me animo a más: no hay Hombre sin alquimista. Quiero decir, entonces, que para llegar a la magia uno debe antes, inexorablemente, sacar varios conejos de la galera y echar a volar cientos de palomas. No alcanza, para el mago-Hombre-alquimista con una simple e ilusoria varita con presupuestos mágicos. Es más: no cualquiera de nosotros posee el poder de convertir la realidad en magia. Para ello se necesitan ciertos brebajes de criticismo mixturados con conocimientos y creatividad. Rigores intelectuales que en este mercado negro de la vida escasean en los escaparates. Tanto como ser buena persona.
Pero el Mago, este Mago, se nos adelantó. En la vida y en la mísera fuerza que se le opone: la muerte. Porque no me venga con cuentos: la muerte no puede, por su fuerza de apego a la orfandad, a la sensación insaciable de oscuridad, al tenor dramático del abatimiento y a la furiosa espasmódica consternación, formar parte del proceso de la vida. Me niego a tal postulado elegíaco, a pesar de saberme derrotado, otra vez más y reiteradamente. Pero regreso al Mago. Este Mago, que con tan solo su voz demudada y certera nos acompañaba a la ilusión. Este Mago que sabía, con la misma autoridad que posee un artista plástico esgrimiendo su paleta de colores en lo alto y en forma de espiral, decir la palabra justa. Sin excesos de eufemismos. Sin carencia de atractivos dialécticos. Este Mago que convirtió, primero, la realidad en magia, y después, labró con su cincel la quimera para volverla utopía, cual alquimista prototípico de la antigüedad. Porque este Mago, nuestro Mago, deviene con su edad sempiterna de piedra, de metal, de arcilla, y con ellos construyó su función de gala. Sopesó palabras, las mezcló en una patera soportando y resistiendo el naufragio. El suyo. Y ya no importó si la contienda con la fatídica inclemencia culminó con victoria o derrota. La lucha, el combate, se consustanciaron en la presea justa para rotular el resultado final.
No puedo olvidar a esa mujer. A la de la rotunda impiedad. A la que me exhortó, cual verdugo en su brutal transferencia del deseo, a este desatino de aceptar lo que no debí. No encuentro palabras, ni una sola siquiera, desde el comienzo de esta redacción. Me siento un ignoto. Un principiante con final asegurado y lejano en estas lides. Vamos, con la escritura, aunque despojada de toda crematística e inmersa en la galana gratuidad, tampoco se puede hacer magia cuando falta el mago. Este Mago, de quien en este mismo instante siento vergüenza y pudor, y cierto aroma a defraudación, por no haber podido hilvanar más de medio concepto y menos de una palabra nueva para merecer ser llamado, como a él generosamente le gustaba, “maestro”.
Un “maestro” que presiente, como le dije, otra vez más y reiteradamente una nueva derrota. Pues a falta de ser mago adolezco de la inescrutable magia que me permita hacerle nacer una decena de dedos más a mis manos, para darme de bruces a escribir, sin devaneos y menos vanos remilgos, lo que tuve que haber escrito hace tiempo. El Maestro es usted, mi entrañable David. Qué joder.
NdR: esa mujer, tan impiadosa, tan irreverente, tan querida. Tan Miriam Rivera.
Gustavo Calle(*)
(“Procura tú que tus coplas vayan al pueblo a parar, aunque dejen de ser tuyas para ser de los demás. Que al fundir el corazón en el alma popular, lo que se pierde de nombre se gana de eternidad”. – Manuel Machado)
(*)Director periodístico de NdR Radio


























