La llamada “histórica” crecida del mar de mediados de la pasada semana motivó la exacerbación, hasta el borde del paroxismo, de la hipocresía de genética estatal manipulada principalmente, y en esta nueva oportunidad, por el intendente del Partido de la Costa, Cristian Cardozo. Pretendiendo desentenderse de su corresponsabilidad en cuanto a la depredación playera, de la que el Estado es el máximo responsable por acción y omisión, el mejor aprovechamiento integral de jerigonza política se impuso naturalizando lo que en verdad es un despropósito social. O más claramente especificado: de una élite de privilegio que atenta contra la vida y el medioambiente escondida en su avaricia y su vampiresca sed de dominio y control cultural. Y que además resuelve el conflicto con la sutileza pragmática del lenguaje procaz, vorazmente internalizado y consumido por sus innumerables cooptados.
Historia, como concepto, es aquel tiempo pasado que detalla acontecimientos y experiencias del desarrollo de la humanidad hasta el presente. Aunque siempre esos hechos son relevantes según la óptica del historiador, o de quien repasa la historia. Pero por sobre todo, por la aprobación de esos sucesos en una cultura prefabricada y determinada. Aquella frase de “si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia” va quedándose incompleta.
La verdadera historia
Pues puede que no haya sólo una historia, sino varias, que se opongan o refuten a la detentada. En el caso particular de la subjetiva, y aceptada posteriormente acríticamente, denominación “histórica” para hacer referencia al hecho natural de la crecida del mar, le faltan algunas aristas insalvables. Primero, si en verdad la inclemencia tuvo la magnitud retratada. Y segundo, el adrede olvido de las causas por las que el resultado de ese fenómeno llegó a tener tales consecuencias. Este postulado, también es parte indisoluble a la hora de narrar la historia. Mucho más aún: es insoslayable. Principalmente, porque podemos fundar una nueva historia diferente a la de la estática y poco referencial de impostor manual escolar que reposa a la égida de sus cultores hegemónicos. No olvidar, entonces, que el tan mentado fenómeno natural histórico nació en el útero de la infame sociabilización devastadora. La mano del hombre-poder que se animó a desafiar a la naturaleza, bajo el influjo de su obnubilada avidez y codicia. Destruyó, incluso en su más extrema condición, su propia fuente de ingresos, sin importarle más allá de su tiempo y en pos de un enriquecimiento ilícito y desprovisto de toda ética y moral. Extracción indiscriminada de arena, proliferación de construcciones inadecuadas para esos espacios y destrucción de la cadena medanosa dan como ineluctable resultado que hoy, imbuido en los vicios retóricos, ese mismo hombre-poder hable de reconstruir lo que aniquiló. Y cuando se derruye, más que acomodarlo nuevamente, lo que exige la buena voluntad y el mejor entendimiento es reformularlo enriqueciendo la nueva construcción. Que servirá, además, como una reparación, aunque tardía, a los daños causados. Claro que el perdón sólo se pide, y no es determinante que se dé. Puede, en muchos casos, ser no aceptado. Es allí, cuando la historia revelará su razón de ser y se alejará de connotaciones y denotaciones fútiles y encaramadas en la manipulación, para aparecerse con su más digna e irrefutable arma: la verdad, el nunca dicho.
La victimización de los victimarios no es más que una treta para darle un tinte de naturalización a su barbarie. Una perversa excusa que les sirve de escondite, escudándose en un hecho irrefutable de la naturaleza. Que vino, otra vez, y con más furia, a buscar lo que es suyo y el hombre-poder le arrebató.
Nuestro rol
Dejemos de ser cómplices agonistas. Si la historia es materia de repetición cíclica, selectiva y discriminatoria, como sostienen algunos, en buena hora que aprendamos de una vez de los errores y las imposturas. Pues se necesita algo más que las cualidades de insondable y azaroso del mar, para descubrir que la arena en que se mece y ondea tiene sangre de heridas de muerte provocadas por esos victimarios que no sólo desprecian, sino que ocultan, la sensata explicación de los hechos.