Por Gustavo Calle
Dijo el maestro uruguayo Eduardo Galeano en cierta oportunidad que el fútbol se había convertido en un triste viaje desde el placer al deber. Esa pérdida, que aún hoy sostienen los mercaderes de la pelota (dirigentes, representantes, futbolistas, empresarios, tilingos que inventaron esa funesta manía de englobar a una parte del periodismo como “deportivo” y barras bravas), hizo que muchos que sostenemos que el fútbol es un juego metáfora que mejor identifica nuestras más genuinas pertenencias nos enrolemos en esta propuesta que nos regala Walter Gastón Coyette, entrenador de Chacarita, quien fue a la búsqueda de esa identidad perdida. Chaca juega al fútbol juego, el del potrero, el de la caricia, el del abrazo, el de exhumarlo de su destierro, el que nos arranca una sonrisa vanidosa de sabernos hinchas de este club acostumbrado a sufrir. Chaca es, indisimulablemente, un factor simbiótico con su entrenador, y nosotros, sus fieles y estoicos hinchas, tenemos en este ahora la oportunidad de no apartarnos nunca más de esa idea. Y exigir, además, que éste es el compromiso ineludible que nos identifica con nuestra idea de fútbol: el juego como compromiso y no como obligación.
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Vamos, que ese famosa palabra que ostentan las bocas fraudulentas, “éxito”, no significa que tenga razón de ser en un resultado, sino en una propuesta digna. Y en esa búsqueda, que puede tener como epílogo un triunfo, un empate o una derrota, no hay negociación posible. El “éxito”, aunque se pierda un partido de fútbol, no sabe de derrotas. El “éxito”, que se debe reformular como significado y significante, es no traicionar el juego. En ese trayecto, en ese camino, que el fútbol -tan arraigado más como pasión que como deporte- nos sirva para reencontrarnos también con ese placer perdido: la vida, la nuestra, la que debemos vivir nosotros sin especulaciones o intereses extraños y ajenos.
En el juego de las metáforas y los paradigmas, bienvenidos y bienaventurados los Coyette en la transformación. En ambas: el fútbol y más allá.
Chaca se ha convertido hoy en un símbolo de la desobediencia. Sepamos emularlo en cada acto y convirtámonos en los Manso, Riverito, Menéndez u Oroz de nuestras vidas. Jugando con ese compromiso y esa responsabilidad que nos libere de toda antipática obligación. ¿O no es un juego también la vida? Un juego que se expande y se esfuma de su formato lúdico, que nos da la bella posibilidad de emparentarla con el placer. La vida no ese gol de media cancha. No. Es esa pirueta que arranca en un saque de arco y que pasa por todas las líneas, en donde cada uno de nosotros le aportamos el caño, la finta, el taco, el amague y el pase a nuestro compañero, de quien aguardamos su devolución. Es ese trayecto por los bordes, los abismos, donde hay mil toques de primera antes de convertir el gol que nos permita jactarnos, al inflar la red, de gritarle en la cara al mundo de los sumidores: “Confieso que he vivido”. Es ese Coyette Ilustrado que debemos defender de los hipócritas y mercaderes.
El fútbol tiene sus creyentes, pero también quienes lo ponemos en duda. Intelectualizar, refutar, resistir y ocupar nuestros lugares es el desafío. ¿Y si nos ponemos la camiseta, entonces y salimos a jugar de una buena vez? En una de ésas, algún Coyette nos espera a la vuelta de la esquina, o junto al banderín del córner, para acompañarnos en la intentona.