De manera sospechosa, al menos cuatro personas infiltradas pretendieron provocar desórdenes y romper vidrieras promediando el escrache que el pasado viernes se llevó adelante a las puertas del local comercial de Adrián Rodríguez, asesino de Rubio, el perro callejero de Mar del Tuyú.
“No entiendo cómo una persona como Adrián Rodríguez puede tener tanto poder, pareciera ser dueño de La Costa“
Evelyn Reitano
La confirmación la realizó durante la emisión de Subjuntivo una de las referentes de los reclamos por justicia, Evelyn Reitano, quien además sostuvo que la movilización se efectuó en silencio y respetando a los estudiantes del colegio primario que funciona enfrente del comercio del criminal. En tanto, también denunció una agresión hacia su persona y que en dos oportunidades sonaron las alarmas del local de Rodríguez, a manera de generar miedo y aversión hacia los manifestantes por parte de los padres de los chicos que aguardaban la salida de éstos al término de la jornada de clases.
Variaciones algo intelectuales sobre invariables valores
Editorial a cargo de Gustavo Calle
El asesinato de Rubio, perro callejero de Mar del Tuyú, despertó una sensibilidad pocas veces puesta de manifiesto, incluso en temas inherentes intrínsecamente ligados a la vida de los seres humanos. Lejos de querer minimizar la respuesta social por lo sucedido, el caso sociológicamente es digno de atención. No sólo por la forma perversa en que se masacró al animal, sino por la figura del asesino. Escraches, movilizaciones que exceden los límites del distrito, condenas no sólo por parte de grupos proteccionistas o animalistas, sino también de otros colectivos que han demostrado su aversión y su hartazgo ante cualquier forma de maltrato y discriminación. Pero también reacciones en favor de mayores condenas para el agresor y las agresiones hacia los animales en general. Es decir, en un estado de cosas disminuido, aterido, sumido en el costumbrismo de los perjuicios generalizados, Rubio puede bien convertirse, de no limitarse al aberrante y simple hecho criminal, en el paradigma de una toma de conciencia que nos permita al menos divisar las desigualdades, la hipocresía, la crueldad y la vil existencia a la que somos imbuidos.
Claro está que el asesinato tiene un asesino y una víctima. Evidente es también que no es un caso aislado y que forma parte de esa concepción de sociedad de la que todos somos producto. De la crueldad inexorablemente deviene la violencia. De una realidad psicótica imposible que se desarrolle una vida sin patologías que esté signada por el mal mayor: la enfermedad de la salud mental. Esta, por supuesto, enmarcada más que en lo psicológico en un cuadro de escalafón social que permite y que ordena reconocer privilegios y privilegiados por sobre sumisiones y sumisos. Hasta que los seres humanos dejemos de pensar y de pretender vivir aburguesadamente como el mandato nos lo fue impuesto, jamás podremos reconocernos como diferentes por nuestras similitudes. Pero con los mismos derechos. Y lo peor: aceptaremos, muchas veces, naturalizar toda cuestión perniciosa que nos mutile.

En este caso particular de Rubio, pareciera, y ojalá no sea un nuevo esquicio reaccionario, haber una promoción de conciencia que excede el marco puramente animalista y otros snobismos. A partir de su asesinato se pueden tejer varios entramados que nos permitan no alcanzar una respuesta definitiva, pero sí al menos trazar nuevos paradigmas que nos permitan exigir otra forma de vivir. Más a nuestra forma y menos a nuestra costa. Perdiendo los miedos, no condenando a aquel que se manifiesta en favor de la vida, por más que ésta esté referenciada en la de un perro callejero -reitero, sin pretender minimizar los derechos animales- pero que pueda trasladarse a cualquier ámbito de seres que conformamos la historia. Por verbigracia, cualquier acontecimiento que nos hiera y perfore, debería no solo conmovernos sino indefectiblemente revolucionarnos.
¿Por qué el asesinato de Rubio generó este posterior e inmediato repudio?
Creo que principalmente por la forma. La crueldad, el sadismo, la perversión, con que actuó el criminal Adrián Rodríguez son motivos suficientes casi imposibles de soslayar. Pero también, y no perder de vista, la impunidad con que cuenta el asesino. Los vínculos con el poder político, económico y gremial, su acomodada posición social, sus relaciones pueblerinas y su condición de maltratador a destajo. Categorías y calificaciones que se conocieron, claro está, inmediatamente luego de conocido su execrable accionar, pero que nos deben dar la pauta del porqué suceden este tipo de hechos y bajo qué influencias externas se pueden hacer efectivos. Sin hesitar, podríamos y deberíamos comprender en primera instancia que por su mandato obtenido en el encuadre social, Adrián Rodríguez actúa en consecuencia. Siendo, antes que nada, un misántropo, que ha sido acusado en anterior oportunidad por haber maltratado a un chico con discapacidad, por ejemplo. Una persona que detesta la vida, la de los demás, y que en su vara deformada y medieval, el egocentrismo y su posición privilegiada pasan a ser sus blasones de existencia y opresión. Ese dejar en claro el sicario ideario del contemplado en las prerrogativas del mensaje amenazante de “conmigo no te metas, porque puedo hacer lo que se me plazca”. Entonces, el asesinato y su asesino pasan a ser determinantes, por forma y fondo para intentar entender la condena y el repudio que han causado.
Vinculado al poder costero
Adrián Rodríguez, hombre vinculado estrechamente con los sectores de la política partidaria, influyente por su condición de burgués para divisar incomprensiblemente una vez más el silencio generalizado por el caso en los medios de comunicación locales, empresario de negocios veraniegos en playa, comerciante de un local de pesca y relacionado con la burocracia sindical de los guardavidas, es por verbigracia a quien se protege desde los estamentos normativos. Pero jamás debemos permitir que se lo haga desde la horizontalidad colectiva. Ese debe ser nuestro revulsivo supremo. Y que sirva sistemáticamente como paradigma y aprendizaje y no ya como reiterada y errada elucubración de hecho aislado y desmemoriado. La memoria es latente y cabal y no olvidadiza y parcial; entonces debemos ineluctablemente darnos cuenta, internalizar, que su accionar forma parte de esa memoria patológica en la que hemos sido concebidos y obligadamente insertos. Una memoria que tiene destino de cementerio y que sólo nos mal acostumbramos a develarla y reconocerla en la lápida o en un epitafio.
Que este asesinato y su autor no sean recordados como una paráfrasis elíptica de la historia. Que se vuelvan algo más que material de sección policial, archivo de hemeroteca o de evocación de salón. Que se vuelva, sin dilaciones, disparador y emergente incluyente en nuestra conciencia. Que sirva para denotar que hubo, hay y habrá más Rubio y más Rodríguez en la guía de la desigualdad social. Que hasta tanto no provoquemos desde la base un cambio rotundo, no habrá transformación posible. Más allá de exigir penas y condenas judiciales. No nos conformemos con esta simple ecuación servil a lo ya establecido. La vida, en cualquiera de sus formas y portadores, es algo más que un expediente o una hipócrita legislativa declaración de persona no grata. Lo que habría que connotar y exigir como no inmerso en la gratitud es que resolvamos urgente la problemática de no pensar como parte de la política y sí como seres sociales. Que eso somos en definitiva. Pequeñas grandes superpotencias individuales que se hallan y se encuentran, sólo y sólo sí, no en la ciencia infusa sino en la exacta de vivir colectivamente en concordancia y solidaridad con lo que nos rodea y acompaña. Axioma que debería provocarnos a aprehender que Rubio fue de todos y nunca tuvo dueño. E imitarlo ya, urgente.
Cualquier circunstancia es válida para asumir el darnos cuenta. Que este caso, el asesinato macabro de un perro callejero, nos permita introyectar que hubo y habrá otros Rubio que hallaron y hallarán la misma suerte y la misma mano. Esa que es humana y ajena a la vez, pero habrá que amputar definitivamente si queremos y soñamos transformar y transformarnos. Pues esa mano es la que también nos mata y nos matará a nosotros, si es que seguimos poniendo en vano solo el grito en el cielo y no el ladrido en la tierra.