[dropcap]P[/dropcap]ara intentar entender a este país que recibe a los 20 (o un poco más) responsables máximos de la desdicha mundial, aunque desde el lugar de las 20 naciones más pobres y lacayas del orbe, podemos graficarlo en aquellos que se sensibilizan por las lágrimas de cartera de cocodrilo de Mauricio Macri. Como si un tipo como él, explotador, hambreador, oligarca, sufijo de este último término, histriónico y clasista no llorara como otros de su grey o especie.
Un llanto que tiene una escala de valores antagónica a la nuestra. Un llanto que merecería no más que una sonrisa sarcástica de nuestra parte. Un llanto en llanta. Un llanto que solamente debería por derecho y derecha propios conmover a los dinosaurios y a la comunidad del Gran Hermano, de George Orwell. Un llanto de Colón y su teatro y no de comunidades originarias. Un llanto que no es por Santiago Maldonado, ni por Rafael Nahuel, ni por los despojados por él y de siempre. Un llanto de puesta en escena berreta y filonacionalista, para llorarla en un palco con perfume francés, una malteada de chocolate, una flema británica, una cerveza alemana y una bandeja de sushi.
Un llanto con lágrimas parecidas a las nuestras, a las de todos, pero que jamás poseerán la connotación de ésas que podemos dejar perdidas en cualquier mesa de bar, sin cámaras ni interlocutores de por medio, o que viajan en cualquier manuscrito redactado en una madrugada desolada.
Vamos, quiero decir, simplemente, entonces, que este país es un llanto o mueve a él permanentemente. Pero de lágrimas ajenas que son inundaciones que nos llevan nuestra penúltima posibilidad de ser libres y propios. Somos no ya una contradicción, sino una aporía. Una verdadera y acomplejada aporía.