Por Gustavo Calle
No muchos son los futbolistas que lograron trascender más allá de la inmanencia del verde césped al blanco luminoso o al beige reciclado del papel. Obdulio Varela, Diego Maradona, Lionel Messi, Johan Cruyff, Alfredo Di Stéfano y algunos pocos otros nombres más. Todos mundialistas, levantadores de copas recurrentes, en sus equipos y selecciones. Incluso, los más contemporáneos del verde césped y las blancas o recicladas páginas se elevaron por sobre sus posibilidades y llegaron al borde de provocar escandalosos episodios que promovieron la atención de esta mediocre prensa del tercer milenio, más afín a despertar una mera y amarillista curiosidad que el tratamiento profundo de las complejidades.
Ahora, ningún futbolista nacido en la literatura pudo demostrar en una cancha sus habilidades narradas en espléndidos relatos, libros o columnas de periódicos. Ni el recio zaguero Peregrino Fernández, del Gordo Osvaldo Soriano, o el conflictivo Lalita, el volador golero Marrapodi o las memorias del wing derecho, del Negro Roberto Fontanarrosa, sin ir más lejos, lograron que sus apellidos o motes sean vivados hasta la disfonía en una rimada melopea tribunera. Ni siquiera, junto a ellos, pudimos tomarnos una foto que luzca enhiesta en la pared de nuestra pieza o en la puerta de la heladera. Menos, conseguir un autógrafo retratado en una camiseta o un simple guiño cómplice en un pasar eventual – o no tanto- a sus lados.
Es decir, los componentes de ambas categorías mencionadas carecen de completitud. Unos, porque arribaron a las letras sólo por sus rutilantes consagraciones; los otros, porque fueron eyectados desde la literatura a nuestra mesa de luz, sin pisar fácticamente el área grande rival, o despejar de cabeza un córner envenenado ejecutado por el diez zurdo rival.
Permítaseme, entonces, caer seguramente victorioso a la vera del parnaso de la vanidad, pues este servidor, a través de algunas grafías entrelazadas, se encuentra convencido de ingresar desde el mismo momento en que inserte el punto final de este texto a los anales de la historia de la literatura del fútbol o del fútbol letrado. Y sólo por completar a un jugador de fútbol que no necesita de restallantes flashes ni de emitir frases como “andá pa´llá, bobo” o “la tenés atroden, seguila chupando”, para convertirse en el primero de esta especie.
Si de volantes centrales hablamos, el Negro Jefe, Obdulio Varela, sería el blasón indiscutido en su puesto. Pero claro, a más de 70 años del Maracanazo no todos los de afuera son de palo. Hay uno que es de rica y honesta estirpe alfarera. El mismo que con barro y arcilla elaboró su mejor obra de arte: ponerse la cinco, y como si fuese poco la de Chaca, y merecer llamarse centrojás. Ese, a quien con sólo verlo, en la pisada de elección de jugadores en un partido de barrio ansiamos fracturarle el empeine a nuestro ocasional pisador, y no por una actitud antideportiva, sino por obtener la primacía de adelantarse en la composición del equipo. E inmediatamente luego de obtener la victoria en el medido juego del azar y las especulaciones del centímetro, gritar bien fuerte, mientras lo tomamos de un brazo y lo colocamos pegadito a nosotros: “¡Puchi!”. Pavada de apodo pa` un número 5. De ésos que te comen el medio y te incitan a la máxima atención de la lectura de una narración literaria.
Ese centrojás, centrojás, de ciencia- arte. Que sabe tanto acomodar el cuerpo para extirparle quirúrgicamente la pelota a un rival, cuanto ofrendar su apelativo, “Puchi”, para engalanar un escrito que enaltezca al fútbol como algo más que un deporte y revolverlo a su raíz de juego de ineluctable designio cultural.
Tan pero tan centrojás, que hasta su apellido posee prosapia oriental: Perdomo. El Negro Jefe de este lado del charco, que no deja a los de afuera, sino a los de adentro de palo. Claro, cuando de un santiamén les roba la pelota y levantando casi tímidamente su mirada sabe adónde debe ir dirigido clínicamente el postrer pase. Mientras el despojado del balón no comprende de qué manera, este tipo al que le dicen Puchi pudo, por enésima vez, extraerle de su dominio la pelota.
Bien el Puchi podría celebrar, por verbigracia, su partido 100 siendo el protagonista estelar de un relato de una prosa de prensa. Y narrar allí, uno a uno, el decurso del centenar de presencias. Pero qué más da no incurrir en demasiados circunloquios retóricos, si con solo observar el sudor que convierte a su camiseta 5 en una gema brillante podríamos sintetizar tal oneroso y escabroso camino lingüístico.
Walt Whitman, el más grande poeta de los estados Unidos, escribió en uno de sus versos: “Oh, captain, my captain”. Al uso nuestro, la traslación daría como resultado: “Oh, capitán, mi capitán”. Sea de un barco o de Chaca, Luciano Perdomo, el Puchi, es el mejor exponente para coordinar el mando ostentando el brazalete. Porque, simplemente, su solos nombre y presencia no necesitan de grandes consagraciones deportivas, extralimitadas hazañas mercachifles y menos escándalos mediáticos para ser el primero en esta especie de jugadores letrados respetando la categoría de bajo perfil que lo vuelve de alto y honesto reconocimiento. Condiciones indispensables para ingresar al Olimpo de las letras, con la pelota siempre al pie. Ahora, sí, inmerso en la vaguedad de toda palabra, completame vos a mí, Puchi, que la tricolor con la 5 y la cinta de capitán te esperan en el vestuario para saltar, 101 y mil veces más, nuevamente a la cancha.